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domingo, 10 de abril de 2011

ENCIMANDO, QUE ES GERUNDIO

Siempre me he tenido por un defensor a ultranza de la libertad de expresión, y no es cuestión de andarse con demostraciones. Pero al mismo tiempo soy de los que creen que cuando no se tiene nada que decir o cuando se habla por boca de ganso, lo prudente es mantenerse calladito. Parece evidente, sin embargo, que no estamos en el tiempo de la prudencia, sino en el de la incontinencia.


Traigo a colación el tema tras leer en el periódico La Tribuna una columna con la que Carlos Martín Fuertes pretende replicar a una solicitud de Aurelio San Emeterio para que el día 22 de mayo sean retirados los símbolos religiosos de los colegios electorales. Pues bien, frente al rigor constitucional del concejal, opone el columnista una burda argumentación con menos sentido de la lógica que el cerebro de una ameba. Sobre todo si tenemos en cuenta que tanto la letra como el espíritu constitucionales en ningún momento se refieren a eventualidades concretas, sino a la aconfesionalidad del Estado, sin más. De lo que debemos deducir que estos símbolos deberían suprimirse de cualquier espacio dependiente del Estado y de manera permanente, ya que no se hizo el mismo día en que la Constitución entró en vigor.


Tan grosera resulta la mezcla realizada de lo privado y lo público por el articulista que ciertamente da que pensar, por ejemplo, en el escaso respeto que estos guerreros de la furia sienten por sus símbolos y por la gente. Este arrojado luchador vecinal (de cuando militar en este movimiento cívico salía gratis, no de antes), en el colmo de una inocente desfachatez (no quiero ni siquiera pensar en que exista mala fe), se atreve a comparar el precepto establecido por la Carta Magna con el hecho de prohibir a una señora que cuelgue un crucifijo de su cuello (¡). Asimismo se lamenta el hombre, a mayor abundamiento, de haber tenido que asistir a reuniones en los locales de IU presididas por símbolos de esa asociación política que a él no le agradaban. Lo dicho: lo público y lo privado a hostia limpia en el magín del dichoso escribidor, el cual no repara, por cierto, en terminar su deposición calificando de "gilipollez" el cumplimiento del mandato constitucional.


No obstante, he de confesar sinceramente que no creo que todo se deba a un afán demagógico por arrimar el ascua a alguna sardina (aunque queda claro que se le ve la peineta desde lejos), sino simple y llanamente a ignorancia, puritita ignorancia en lo tocante a distinguir el culo de las témporas.


Y es que, entre las muchas cosas buenas que nos trajo, esta democracia que nos hemos dado a nosotros mismos (gloria bendita, para qué andarnos con tonterías; ¿en España qué tenéis, una dictadura o una democracia?; en España tenemos gloria bendita), entre los muchos beneficios, digo, que nos deparó hay que destacar esta socialización de la escritura. Ahora todo el mundo escribe, todo el mundo publica libros, embadurna periódicos o infecta la red de redes (repárese en el caso presente, sin ir más lejos). Es más, conozco a algunos que darían media vida por salir en los papeles.


Todo el mundo escribe, sí señor. Aunque sea encimándonos pegajosamente con el fétido aliento de su incultura o el beatífico de su fe regodeándose en torno al cogote, o arrejuntando adverbios con adjetivos, es decir, colocando cerca nuestro el ojo espía de su sacrosanta vigilancia.


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