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domingo, 27 de febrero de 2011

QUE UNA ESQUINA NO ES UN RINCÓN

Puestos a especular con las palabras, se me ocurre que acaso ciertos juegos dialécticos nos esclarezcan la confusa realidad en la que nos hallamos inmersos mucho mejor que la más fiel, en apariencia, de las explicaciones. El hecho, por ejemplo, de que, cada día en mayor medida, los telediarios se vayan vaciando de personas mientras se llenan de personajes, dándonos así la impresión de que son dos al menos los mundos posibles: el de las personas, la inmensa mayoría, y el de los maniquíes parlantes, protagonistas de todo. Es como si, sumergiéndonos en la ficción, nos resultara más fácil superar la náusea de confirmar a cada minuto que estamos instalados en la mentira, que nos rodea la mentira, que vivimos permanentemente en la mentira.

Y qué decir de la ligereza con que, también los periodistas y otros portavoces de esta España de charanga y escaparate, a la menor ocasión, motejan sus tontunas de históricas con una clara intención descriptiva de carácter laudatorio. Es en este sentido en el que, uno de estos profesionales del bla-bla-bla, alertó a mi perplejidad no hace mucho atribuyendo el famoso adjetivo a un conocido personaje, de filiación socialista, en una emisora de radio toledana.

Y yo que creía que, hablando de socialistas, históricos podían ser considerados, qué sé yo, Pablo Iglesias, Andrés Saborit, Indalecio Prieto, largo Caballero o Juan Negrín y alguno más... Pero, bueno, también es verdad que nuestro sujeto atesora unos relativamente largos antecedentes que, por acotarlos entre algunos límites, discurren desde la pompa de un gran cargo hasta la circunstancia de un carguete, el actual, trufados de una ambición oportunista y cavernaria; es verdad que todo ello, desde la pompa hasta la circunstancia, le da forma a un pasado tan atrabiliario como rentable.

Asimismo es verdad que, atravesadas azarosas etapas vitales mediante la súplica y la claudicación y convenientemente sentada esa cabecita loca, nuestro personaje se nos alza omnipresente con el ejercicio de un magisterio urbi et orbi que para sí quisiera la enciclopedia más completa, instruyendo, por ejemplo, a las ávidas masas sobre los escabrosos arcanos de la filología (¡). De manera que todo nos obliga a reconocer que el personaje en cuestión no deja de cultivar la dicha etiqueta con esmero digno sin duda de mejor jardín. Al menos en los ratos que le deja libre su querencia más notable: lustrar a lengüetazos las posaderas de cualquier cacique que se le ponga a tiro.

O sea que, si estos son los requisitos a exigir, me pregunto en qué vertedero maloliente estamos convirtiendo la cara positiva de la historia de este país.

Pero quizá lo más sintomático sea que la vecindad se mantenga tan tranquila. Y se entiende, hay que reconocerlo. En una comunidad en la que todo lo que arde (persona, animal o cosa) ha dejado de carbonizarse o sencillamente de quemarse para pasar a calcinarse, tal vez debamos comprender que sus miembros hace tiempo que se consumieron en el fuego de la incultura, la hipoteca o el exceso de una libertad que ni entendían ni maldita la falta que les hacía. Cal muerta, en fin, ya que al menos la cal viva aún posee la facultad de removerse y crear algo nuevo y distinto.

La degradación del lenguaje es lo que tiene, que nunca es inocente o neutral. Quiero decir que, como todo el mundo puede adivinar, no se puede retorcer la realidad si al mismo tiempo no se retuerce la forma de nombrarla.

Y ya que hablamos de la realidad vuelta del revés como un calcetín cuando, a falta de repuesto, se le da la vuelta en el vano intento de ocultar la roña, me viene a la mente otro de los despropósitos con que últimamente se viene a escamotear la verdad. Me refiero al equívoco uso, cada vez más frecuente, de la palabra esquina para designar un rincón, o sea, justamente lo contrario. Encontramos un ilustre ejemplo en un libro firmado por un conocido novelista cuando escribe: "...mustio y pensativo, el muchacho permanecía arrinconado en una esquina del amplio salón." ¿Cabe mayor disparate?

Claro que, si a eso vamos, habría sido mucho más grave que el pobre chico hubiera permanecido esquinado en un rincón. Dónde va a parar.

Pongamos, en fin, para completar nuestro juego, el caso de la Vega Baja. A cuatro años ya de haber sido abortado el proyecto urbanístico y de viviendas protegidas más importante de Toledo en muchos años, nos encontramos con el desolador panorama de unos solares estériles, un gasto descomunal y un plan nuevo abocado a una desidia sin fin o simplemente al olvido. Se contravino entonces, no sólo el sentido común y el bien social, sino, poniéndonos exquisitos, desde la Carta de Atenas hasta la de Lima, pasando por la Declaración de Toledo, documentos de alcance universal, en los que en ningún momento se antepone la arqueología de las menudencias al progreso de las ciudades históricas.

Parece de cajón, pues, que en esa esquina no espera la Urbs Regia cual putita de lujo venida a menos; que en ese rincón no duermen las celestiales notas musicales del harpa olvidada, sino que, imparables, se acumulan la mugre y la falsificación.

Pero lo peor no es eso. Lo peor es que TODOS, desde los políticos asustados (valdría decir "despavoridos") hasta los mangoneadores impunes, sin olvidar a los simples gestores del engaño, LO SABEN.

Claro que, después de todo, me pregunto si podemos esperar otra cosa de una sociedad arrasada por el berlusconismo televisivo; de un país de la Europa culta y democrática en el que la corrupción rampante se impone cuando tiene a bien someterse al veredicto de las urnas; en el que los forjadores de la opinión pública se seleccionan entre los ejemplares más groseros, ignorantes y estridentes del gallinero; donde la representación más alta de la soberanía popular, investida como suele de un histrionismo palurdo y soez, proclama en nombre de los españoles sus coincidencias con un dictador como Teodoro Obiang...

Francamente, creo que no. Y creo que no, porque esa manera de expresarse no es sino el hedor que por lógica emana de un cadáver en fase de putrefacción.






sábado, 19 de febrero de 2011

Monumentos, estatuas y otros adefesios

Y ya que hablamos de los salvadores (académicos, fundadores, pregoneros de la luna, plumíferos satisfechos y amateurs acomodados), esos que continuamente babosean toledanismo y culturas (de tres en tres, por falta de una), llama la atención el hecho de que jamás se les oiga una palabra acerca del buen o mal gusto con que los diferentes alcaldes y sus sabios asesores pueblan las imperiales calles de cagadas artísticas, literarias o sencillamente conmemorativas.

Todo empezó, creo, con la instalación en San Clemente de ese Garcilaso patizambo y culón que sin duda habrá de lamentar cada día no haber nacido, por ejemplo, en la Florencia de su tiempo, para, así, ser reconocido con los atributos que a su categoría corresponden. En este sentido, pienso que los mitos positivos han de llevar dentro de sí la hermosura de sus obras y en ningún caso la fealdad de sus intérpretes más torpes.

Y qué decir de esa caballería extemporánea, contrahecha y fascista que preside la entrada atravesada por cientos de miles de visitantes cada año, a quienes, como a los melancólicos condenados, parece advertírseles: "Viajero, vas a entrar en la tierra en que Vicente Ferrer desarrolló sus actos de fanatismo más feroces, donde se consumó la traición de una amistad por parte del caballero que aposenta su trasero sobre la grupa de la mula que frente a ti contemplas, la ciudad símbolo de la felonía más sanguinaria y duradera cometida contra el pueblo español a lo largo de su historia... Viajero, inclínate, hinca tu rodilla y reza ante las gradas de la Santa Iglesia Catedral Primada de todas las Españas y acaso, acaso, te sean perdonados tus pecados y atreviminetos".
Y fascista, sí, pues que pruebe alguien a explicarme la diferencia entre la ideología religioso-militar en que se fundamentó la llamada Cruzada del general Franco y ese puño alzado por la broncínea efigie de Alfonso VI en que con rabia destructora se aúnan la cruz y la espada en un todo indisociable.

Y mejor será no recordar, por muy diferentes razones, la escultura de Eduardo Chillida y ese grupo ¿campesino, campestre o campero? que sin pudor alguno nos observa desde lo alto de una de las rotondas que hay camino del Polígono. De la primera, para qué repetir una vez más que todos los esfuerzos realizados, por buena voluntad que se haya puesto, no han bastado para dignificarla en modo alguno. De la segunda, no se me ocurre pensar en nada mejor que en una buena y calculada dosis de dinamita.

Haber más ejemplos, haylos, ya lo creo. Pero no quiero terminar sin referirme, por la insultante importancia que contiene, a ese conjunto de azulejos de cerámica debidamente enmarcados que un día nos colocaron a la sombra del Arco de la Sangre a fin de satisfacer, me imagino, la vanidad de la autora de unos ripios vulgares y desacompasados sin gracia alguna. ¿Es que no hubo nadie que reparara en que bajo ese arco habían pasado a diario, por ejemplo, Miguel de Cervantes cuando  se hallaba en Toledo, Fray Juan de Yepes (S. Juan de la Cruz) camino de su Noche Oscura, Pérez Galdós, Federico, Luis, Rafael, Jorge y tantos otros, convirtiendo así el homenaje a esta señora en un insulto a todos ellos?
Pues no, seguramente nadie reparó. Así están las cosas en cuestión de nivel cultural entre nuestros políticos.

O sí. Vete tú a saber. Pero como TOLEDO ES MÍO yo cuelgo en sus paredes lo que me sale del epigastrio. 

  

jueves, 17 de febrero de 2011

Toledo es mío, ¿vale?

En las cosas de Toledo, esa ciudad que podría ser maravillosa a poco que desaparecieran unas cuantas ratas, siempre me ha resultado curioso el amplio catálogo de actitudes que se suscitan. De manera que, desde la indiferencia autosatisfecha de la inmensa mayoría hasta los mercachifles de toda laya, pasando por los amantes silenciosos y doloridos, las tenemos para todos los gustos.
Sin embargo, por su  capacidad de influencia, por su carácter tantas veces decisivo en el devenir de su lánguida existencia, siempre han producido mi mayor indignación esas dos especies empeñadas desde hace siglos en hacer que esta ciudad no acabe nunca de morirse en una agonía, eso sí, cargada de huecos cantos de alabanza a su glorioso pasado así como de discursos sobre si en su cuarto trastero se amontonan tres, catorce, ninguna o sólo una sombra legendaria de cultura. Una monserga insufrible, en fin, y que, en definitiva, tiene algo de positivo: poner de manifiesto la estupidez culpable de quienes la entonan cada vez que abren la boca.
Esas dos clases de chulos de la pobre puta vieja son las siguientes: de una parte, aquellos que podríamos calificar de naturaleza depredadora, es decir, quienes la despojan de cuanto pueden en beneficio propio, recurriendo no pocas veces a destruir aquello que no pueden robar; y, de otra, aquellos que utilizan la enorme escombrera sobre el Tajo para trepar hasta lo más alto de cualquier pretensión, no importa en ocasiones si es con otro fin que no sea el de la gloria personal. Son estos últimos quienes, en el fondo de sus intenciones, aspiran al logro de la suprema categoría del SALVADOR. Nos han salvado tantas veces ya que todos los conocemos y los situamos, tanto en el presente como en el pasado. Sólo es cuestión de ponerse.
Quede claro, no obstante, que estas dos especies no son excluyentes, sino todo lo contrario, dándose el caso muy a menudo de ver sus facultades reunidas en un mismo individuo.
Pues bien, dos son los rasgos que me gustaría señalar y que creo fundamentales para entender su existencia, aunque sólo sea, pues no soy tan estúpido como para pedir a esa inmensa mayoría un esfuerzo por acabar con ellos. Tienen los toledanos sin duda otros problemas mucho más graves de los que ocuparse.
El primero es que constantemente puede comprobarse que no actúan solos, sino protegidos y acompañados por un conjunto de círculos concéntricos. A saber: el más próximo, el de los cómplices, ya sean alcaldes, curas, menesterosos de corbata, concejales, intelectuales de café, eruditos a la violeta y demás gente de mal vivir; después, el de los consentidores pasivos a la espera de algún trocito de la supuesta tarta, llámese título, medallita, condecoración, carguito (grande o chico, es lo de menos) o simple diploma de reconocimiento (y tan contentos); y, por último, el formado por lo que antes se llamaba "pueblo llano" y que ahora llaman "ciudadanía", que hace falta ser gilipollas. No importa que tras el rutilante oropel que ha equiparado a Toledo con Benidorm o con Salou continúe enseñoreándose la ruina y el abandono siempre interesados.
Por supuesto, la ciudadanía, a su manera, también es responsable: cuando llegue el momento, elegirá al más corrupto o al más tonto, le entregará su voto y se irá a la cama tan tranquilo, con la conciencia en paz descanse.
El segundo rasgo, en fin, es  aquel que define a estas bacterias como propietarios exclusivos no sólo de la ciudad (que podría ser maravillosa, etc.), sino de su historia, sus tropecientas culturas y, lo que es más descorazonador, su futuro. Son, en definitiva, quienes viven y nos obligan a vivir como si TOLEDO FUERA MÍO, MÍO, MÍO... Y DE NADIE MÁS.
¿Pasa algo? Chulería en estado puro, ya digo.