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martes, 12 de abril de 2011

14 DE ABRIL, OCHENTA AÑOS

Desde siempre he rechazado esa especie de moraleja con la que, en un resumen supuestamente salomónico, algunos historiadores y ensayistas vienen a afirmar que a la II República española entre todos la mataron y ella sola se murió. Una aseveración tan taimada como confusa. Menos de veinticuatro horas después de su proclamación, en la catedral de Toledo, Pedro Segura, Cardenal Primado y por tanto la jerarquía más importante de la época en la Iglesia católica, lanzaba una arenga incendiaria que era una declaración de guerra en toda regla. La Maldad se había puesto en marcha y no pararía hasta que, ocho años después, cautivo y desarmado el ejército rojo, aplastara a sangre y fuego el sueño de libertad, progreso y justicia social que todo un pueblo había conquistado democráticamente.

Habrá, porque siempre lo hay, quien me acuse de simplicar en exceso este capítulo esperanzador y terrible de la historia de España. Pero lo cierto es que creo firmemente en que hay que desconfiar de aquellos que, a fuer de amontonar razones y opiniones neutrales en apariencia, sólo pretenden emborronar la realidad, esto es, darnos gato por liebre. Y porque también creo que las grandes verdades son muy simples la mayoría de las veces, es por lo que me resisto a mezclar víctimas con verdugos, repartiendo culpas, como si aquí todo el mundo hubiera mamado por igual la leche de Satanás.

Entre una fecha (la de la proclamación) y otra (la del final de la guerra), el desorden y el caos. Esto es lo que decían curas, militares, terratenientes, banqueros, caciques de todo pelaje y monárquicos para justificar lo injustificable: una matanza atroz realizada con el inmenso apoyo, no se olvide, de nazis alemanes y fascistas italianos.

Puede que sí y puede que no. Y también puede que el desorden y el caos tuvieran un origen algo más sórdido y oscuro que lo que han pretendido inculcarnos machaconamente durante cuarenta años de dictadura. Claro que quién puede creerse a estas alturas las lecciones de historia de quienes perpetraron el genocidio. Hoy ya sabemos algo más de lo que sucedió y de lo que no sucedió. Así que no podemos llamarnos a engaño. Miles de hombres y mujeres tirados en las cunetas como basura, por ejemplo, nos alertan con su dedo justiciero.

En todo caso, resulta de obligado cumplimiento recordar algunas de las líneas maestras de la República, ésas que aún hoy siguen despertando el interés de quienes pensamos que a veces los sueños colectivos son posibles, por más que, como en el caso que nos ocupa, todas las fuerzas reaccionarias de la tierra se confabulen para frustrarlos.

Una es aquella que nos muestra una sociedad que, tras siglos de sometimiento y opresión, en aquel día de abril de 1931 se despertó compuesta de ciudadanos y no de súbditos cuando no de siervos de la gleba en pleno siglo XX.

La otra se refiere al gigantesco esfuerzo que desde el primer momento dedicó el nuevo régimen a la educación y la cultura, consciente de que sólo por esta vía podría llegar la solución a la mayoría de los males que padecía España. Así que, junto a multitud de iniciativas encaminadas a la popularización de la cultura, hay que recordar que en apenas un año, el primer gobierno de la República construyó siete mil escuelas y puso en marcha con grandes resultados el más ambicioso plan de formación de profesores. Unos datos que nunca dejan de producirme un cierto estupor.

Creo que no hace falta decir que el régimen franquista aplicó sobre los maestros una represión feroz, al tiempo que cerró muchos de estos centros en aras de que la Iglesia recuperara sus privilegios en este ámbito.


Da para mucho todavía el tema en cuestión, pero no es cosa de detenerse como pájaro embobado por la serpiente y no extraer alguna enseñanza de aquellas lecciones ejemplares, más necesarias que nunca en este tiempo de corrupción y mercadeo político.

Un escalofrío me recorre el espinazo sólo de pensar que, si esto fuera la III República, José Mª Aznar y José Luis Rodríguez Zapatero habrían podido ocupar el sillón presidencial de don Manuel Azaña.

¿De verdad podéis imaginarlo?

De manera que, visto lo visto, Virgencita, Virgencita, que me quede como estoy.