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viernes, 3 de junio de 2011

REQUETEMIAU

No consta si, antes de pegarse un tiro, don Ramón Villaamil tuvo que pasar el trago de una noche electoral contraria a sus apetencias. Don Benito Pérez Galdós, tan explícito para otras cuestiones, no nos dice nada al respecto. Así que, haciendo uso de la libertad que por omisión el cronista nos otorga, hemos de suponer que el pobre don Ramón se quedó sin ocupación a consecuencia de un hecho similar.



Muchos años después, en una aciaga noche de mayo del año 2011, Moncho Villaamil, tataranieto de don Ramón, esperó, primero con inquietud y después con creciente ansiedad, que las cifras de los resultados electorales dieran un giro que enderezara la tragedia que a pasos agigantados se instalaba en sus tripas. Las horas pasaban y los resultados, no sólo no giraban, sino que implacables aumentaban el peso de la derrota.



Ante la pantalla gigante de televisión en que se mantenían desde hacía diez minutos los números definitivos así de la capital como de los principales pueblos de la provincia, el Vicesecretario Provincial del partido y Asesor para Cuestiones Muy Escabrosas, desalentado, admitió por fin que todo el pescado estaba vendido. Así que no quedaba otra que repirar hondo, restregarse los ojos de la incredulidad y pensar en volver a casa a buscar el viejo ejemplar de Miau, el mamotreto en el que se contaba la historia de su antepasado. Y no porque quisiera revisar algún pasaje en especial, ya que no lo había leído, sino como reconocimiento de que la jornada electoral se había convertido en una cuestión familiar.



Tratando de recordar los detalles de su peripecia, por primera vez en su vida pensó que acaso eso de leer era más importante de lo que siempre había creído. Sin duda lamentaba no haber leído más en general y, desde luego, se reprochó a sí mismo no haber leído aquel libro en particular el día en que un extraño se lo aconsejó con la mejor de las intenciones. Lo recordaba muy bien: fue aquella tarde en que se decidió a entrar en la sede del partido con la intención de afiliarse. En un cuarto pequeño y sin ventilación, un viejo militante pegaba sellos en un montón de sobres con propaganda del partido. Viendo que el futuro Vicesecretario no sabía qué hacer, le preguntó qué deseaba. Y aquí viene lo que le dijo, antes incluso de que él terminara de confesarle su intención. "Compañero", le dijo, "yo ya tengo muchos años de recorrido en esto de la política y puedo, por tanto, hablarte con sinceridad: el mejor consejo que puedo darte es que, antes de afiliarte, le eches un vistazo a la historia de don Ramón Villaamil."



Sorprendido por la coincidencia, el Vicesecretario en ciernes, sin embargo, no creyó pertinente descubrir el parentesco que le unía a aquel don Ramón que al parecer tenía tan impresionado al viejo militante.



Y es que, aparte de que no era la primera vez que por parte de algunos familiares recibía la misma invitación, él era joven, muy joven, y acaso más botarate de lo normal, o más listo, que eso nunca se sabe. El caso es que por el momento, en lo tocante a vocación política, no estaba dispuesto a admitir que aquel viejo ni nadie pudiera darle lecciones de ninguna clase. Así que, teniéndolo tan asumido, a cuento de qué debía él perder su tiempo en lecturas y tonterías.



Sin saber muy bien por qué, unas cuantas palabras arbitrariamente desordenadas, referencia paradigmática de la concentración popular que los últimos días se había aposentado en la Puerta del Sol, se le agitaban en la mente como si buscaran desesperadamente el orden que les diera sentido. Con la mirada turbia de lágrimas y arenillas, alzó la cabeza al cielo y se concentró durante un buen rato hasta conseguirlo. La frase en cuestión era la siguiente: "No hay pan para tanto chorizo". Y, aunque no tenía él por qué darse por aludido, un escalofrío le recorrió la espalda como una cuerda de alacranes. Ahora se arrepentía de haber despachado al chófer con el pretexto de que le apetecía caminar un poco. Las piernas habían empezado a dolerle, quien sabe si como un anticipo de las caminatas que le esperaban a partir de que los nuevos responsables tomaran posesión de sus cargos y otro mindundi como él viniera a ocupar su puesto.



Una idea siniestra había empezado a tomar cuerpo en el fondo de su cerebro a cuenta de una situación que consideraba irreversible. Habían pasado algunos años desde aquella tarde en que el partido lo había acogido en su seno con el calor de una madre necesitada de su entrega. Y era cierto que desde aquel día no se habían producido demasiados motivos para sentirse orgulloso de su trabajo en los diversos cargos públicos desempeñados a lo largo de los años, pero era igualmente cierto que nadie, y esto era lo que de verdad importaba, podía reprocharle tanto así respecto a su lealtad.



Mucha lealtad, en fin, se dijo, pero he aquí que, llegado el fatal momento, se encontraba con que no sabía hacer nada, con que nunca había hecho nada, con que, despojado de su último coche oficial, en realidad no era nada. "No soy nada", dijo en alta voz, y las palabras se perdieron entre la gaseosa atmósfera de una noche que él ya había empezado a considerar una noche sin fin.



Decididamente, la solución estaba en la figura del primer Ramón Villaamil del que tantas veces había oído hablar en las navidades y cumpleaños familiares. No obstante, parecía obvio que, dadas las circunstancias tan especiales, resultaría casi una frivolidad ponerse a leer la crónica de su desgracia. De modo que otra habría de ser la salida a la delicada situación.



Una vez instalado en su sillón preferido, encontrado el viejo mamotreto y comprobado que su mujer y los niños descansaban en sus habitaciones, se dispuso a terminar de una vez con el tormento que sufría desde que se habían cerrado los colegios electorales y se habían conocido los primeros sondeos.



Todo eran temblores y crujir de dientes. Pero la decisión estaba tomada y pronto sintió que su cuerpo era ocupado por el estado de placidez que suelen acompañar a las convicciones plenas.



Desde luego, lo peor fue dar el primer bocado. Las cubiertas estaban hechas de una cartulina muy fuerte y se resistieron lo suyo hasta que por fin pudo tragarse la bola que se le formó en la boca después de mucho masticar. Lo demás no diremos que fue cosa de coser y cantar, pero sí que discurrió con menos dificultades. Hasta que, pasito a paso, llegó a la página ciento veintiuna. Mira, capicúa, qué cosas.



Fue entonces cuando empezó a sentir las primeras molestias...