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martes, 5 de abril de 2011

LA MALDAD

Unos cierran los ojos a la realidad, otros simplemente se llaman Andanas y el resto asiste impotente a la persistencia de la enfermedad. Pero aquí todo el mundo sabe que los curas están programados para ejercer la profesión de la maldad. Es cierto que después, con la práctica, los hay que eligen ser buena gente, pero en general son muchos más los que, fieles a la misión encomendada, emponzoñan cuanto rozan con la tranquilidad que les da la suprema coartada de ser nada menos que ministros de Dios en la tierra.


Con uno de los peores de entre estos últimos tuvo la mala suerte de ir a dar un amigo que acostumbra a moverse por el mundo a golpe de sentimiento y guiado siempre por la más arriesgada de las ideas, la de creer, contra toda evidencia, que cualquier persona está equipada con una dosis de bondad por pequeña que sea.


Albergaba mi amigo la esperanza, prolongación de la que durante años había alimentado su padre, fallecido poco tiempo atrás, de recrear el aliento de sus antepasados así como de recuperar la atmósfera entrañable de su infancia, sencillamente regresando a la casa de sus primeros juegos. La casa, en fin, en la que habían nacido su padre y sus tíos y habían vivido abuelos, bisabuelos y tatarabuelos.

Compartido este afán con su madre, que aún vivía, la aspiración de ésta, sin embargo, se concretaba en el deseo de morir entre los muros en que había desgranado gran parte de las alegrías y las fatigas de su juventud.


Hay que decir que, tras un arrendamiento de más de ciento sesenta años documentados, la familia de mi amigo continuaba pagando el alquiler del inmueble bajo la razón social de la empresa familiar, que en aquellos momentos lo tenía dedicado a almacén en viejo acuerdo mutuo con el arrendador, esto es, el Cabildo de la Catedral.


Y tal era la situación en los últimos años del siglo pasado, cuando, un día, mi amigo descubrió que en una de las dependencias el techo amenazaba con derrumbarse. De modo que, como si de una señal se tratara, comprendió que aquél era el momento en que debía decidirse a pulsar las intenciones de la propiedad al respecto, poniéndose en contacto con el señor Deán, de nombre Evencio Cófreces, un auténtico malvado profesional y verdadero protagonista de esta historia siniestra.


Pensado y hecho, ya en la primera entrevista mi amigo, que tenía un pasado rojeras, apreció algún que otro indicio de un rechazo preconcebido y visceral por parte del eclesiástico. Y es que ya se sabe que esta gente puede pasar por alto la pederastia, las dictaduras más sanguinarias o el genocidio, pero al rojerío, ni agua.

No obstante, a lo largo de varias entrevistas, todo fueron sonrisas, buenas palabras y animadas charlas sobre arte paseando por las naves del templo mayor de la ciudad, habiendo dejado claro desde el principio que, en efecto, el Cabildo había pensado en desprenderse de la casa y que quién mejor que mi amigo, sucesor de tantas generaciones que tanto y tan bien habían servido a la Iglesia toledana con sus trabajos de cantería.


Así que, a sugerencia del señor Deán, escribió mi amigo una solicitud en toda regla dirigida al Cabildo catedralicio, única instancia institucionalmente facultada para tomar este tipo de decisiones. Sin embargo, cuál no sería su sorpresa cuando, contra lo prometido, recibió en respuesta una negativa en toda regla.

La contradicción entre esta comunicación y las palabras del Deán, además de algunas irregularidades formales del escrito, hicieron sospechar a mi amigo que algo no estaba del todo claro. Y, así, indagando por su cuenta, fue como supo que el Cabildo no se había reunido desde hacía meses ni, por supuesto, había analizado la pretensión-oferta que él les había expuesto en su carta.


Descubierta la patraña, este individuo, significado miembro del Opus (repárese en el dato), más preocupado por el formalismo que por su honra de mentiroso pillado con las manos en la masa, le dijo a mi amigo que repitiera su solicitud. Su única intención, como después se vio, fue la de enmendar las anomalías formales del anterior. Porque, aunque el Cabildo siguió sin conocer el asunto, el escrito de respuesta ya iba debidamente acompañado de las firmas y sellos pertinentes.


Sin embargo, en este punto es donde empieza a hacerse evidente la perversión moral del pájaro, ya que éste no tenía reparo alguno en seguir alimentando el deseo de mi amigo, asegurándole que no debía preocuparse por el final feliz del problema, ya que muy pronto encontrarían una solución a la medida de sus expectativas. Mi amigo, que no daba crédito a lo que estaba sucediendo, llegó incluso a ofrecer su renuncia a los derechos devengados por tantos años de alquiler, a lo que el canónigo protestaba muy puesto en la razón legal.


La cuestión es que, fallecido de pronto aquel mal bicho, mi amigo se encontró con que un fallo emitido por un juez (¡Ojo, dicen que también miembro del Opus!) había despojado a su familia de todos los derechos a los que era acreedora, mediante la martingala de una demanda por abandono contra su abuelo, uno de los firmantes del penúltimo contrato (no del que estaba en vigor), que llevaba más de treinta años muerto y que lógicamente no pudo personarse en la causa, el hombre.

Tal vez sobren detalles, como la existencia de otra firmante de aquel contrato (tía de mi amigo), que aún vivía y que en ningún momento recibió notificación alguna; o que, ante la supuesta ausencia de otras referencias, los autos hubieran salido publicados en el Boletín Oficial de la Provincia, que como todo el mundo sabe es una lectura diaria y obligada de cualquier ciudadano de bien; o, porque no se deje de tener en cuenta, que existiera un contrato posterior y otros titulares, tal y como constaba en el fajo de recibos pagados a lo largo de muchos años... Qué importan los detalles, a esto yo lo llamo "canallada de la peor especie" aunque en realidad se llame "fraude de ley", creo.


Y todo, mientras aquel canalla seguía entrevistándose con mi amigo y prometiéndole un final feliz mientras secretamente esperaba que transcurrieran los plazos legales para interponer el correspondiente recurso.


Claro que la cosa no estaría completa si no se añadiera que ni él ni sus sucesores, amparándose en no sé qué requisito legal (tiene gracia el sarcasmo), han tenido a bien devolver a mi amigo y sus otros parientes afectados todo el contenido de la casa: una cantidad considerable de valioso material de construcción, y algunas obras de arte realizadas por uno de sus tíos, un conocido escultor toledano. Los mismos sucesores que, habiendo reconocido tácitamente la mala jugada de su antecesor, tampoco han tenido la decencia de pedir perdón (¿perdón?, tratándose de esta gente, la palabra se me deshace entre los dientes).


Al respecto, me pregunto cómo se cuece la promoción profesional de estos especímenes, ya que parece obvio que aquel miserable hacía tiempo que se había hecho merecedor de un buen ascenso en el escalafón.


¿Estafa? ¿Robo? En fin, qué más da, es lo suyo, una de las muchas variantes de su profesión.