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sábado, 19 de febrero de 2011

Monumentos, estatuas y otros adefesios

Y ya que hablamos de los salvadores (académicos, fundadores, pregoneros de la luna, plumíferos satisfechos y amateurs acomodados), esos que continuamente babosean toledanismo y culturas (de tres en tres, por falta de una), llama la atención el hecho de que jamás se les oiga una palabra acerca del buen o mal gusto con que los diferentes alcaldes y sus sabios asesores pueblan las imperiales calles de cagadas artísticas, literarias o sencillamente conmemorativas.

Todo empezó, creo, con la instalación en San Clemente de ese Garcilaso patizambo y culón que sin duda habrá de lamentar cada día no haber nacido, por ejemplo, en la Florencia de su tiempo, para, así, ser reconocido con los atributos que a su categoría corresponden. En este sentido, pienso que los mitos positivos han de llevar dentro de sí la hermosura de sus obras y en ningún caso la fealdad de sus intérpretes más torpes.

Y qué decir de esa caballería extemporánea, contrahecha y fascista que preside la entrada atravesada por cientos de miles de visitantes cada año, a quienes, como a los melancólicos condenados, parece advertírseles: "Viajero, vas a entrar en la tierra en que Vicente Ferrer desarrolló sus actos de fanatismo más feroces, donde se consumó la traición de una amistad por parte del caballero que aposenta su trasero sobre la grupa de la mula que frente a ti contemplas, la ciudad símbolo de la felonía más sanguinaria y duradera cometida contra el pueblo español a lo largo de su historia... Viajero, inclínate, hinca tu rodilla y reza ante las gradas de la Santa Iglesia Catedral Primada de todas las Españas y acaso, acaso, te sean perdonados tus pecados y atreviminetos".
Y fascista, sí, pues que pruebe alguien a explicarme la diferencia entre la ideología religioso-militar en que se fundamentó la llamada Cruzada del general Franco y ese puño alzado por la broncínea efigie de Alfonso VI en que con rabia destructora se aúnan la cruz y la espada en un todo indisociable.

Y mejor será no recordar, por muy diferentes razones, la escultura de Eduardo Chillida y ese grupo ¿campesino, campestre o campero? que sin pudor alguno nos observa desde lo alto de una de las rotondas que hay camino del Polígono. De la primera, para qué repetir una vez más que todos los esfuerzos realizados, por buena voluntad que se haya puesto, no han bastado para dignificarla en modo alguno. De la segunda, no se me ocurre pensar en nada mejor que en una buena y calculada dosis de dinamita.

Haber más ejemplos, haylos, ya lo creo. Pero no quiero terminar sin referirme, por la insultante importancia que contiene, a ese conjunto de azulejos de cerámica debidamente enmarcados que un día nos colocaron a la sombra del Arco de la Sangre a fin de satisfacer, me imagino, la vanidad de la autora de unos ripios vulgares y desacompasados sin gracia alguna. ¿Es que no hubo nadie que reparara en que bajo ese arco habían pasado a diario, por ejemplo, Miguel de Cervantes cuando  se hallaba en Toledo, Fray Juan de Yepes (S. Juan de la Cruz) camino de su Noche Oscura, Pérez Galdós, Federico, Luis, Rafael, Jorge y tantos otros, convirtiendo así el homenaje a esta señora en un insulto a todos ellos?
Pues no, seguramente nadie reparó. Así están las cosas en cuestión de nivel cultural entre nuestros políticos.

O sí. Vete tú a saber. Pero como TOLEDO ES MÍO yo cuelgo en sus paredes lo que me sale del epigastrio. 

  

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